UN PEQUEÑO HÉROE EN UN MUNDO LLENO DE SOMBRAS
Manuel creía todo lo que le decían a pies juntillas. Era tan inocente y confiado, que todos en el pequeño pueblo lo tomaban por tonto, por retrasado. Además, tenía la desgracia de ser poco agraciado, bueno esa es una manera de decirlo bastante suave, para no faltar a la verdad habría que decir que era feo, feo y rechoncho. Pero, como si la naturaleza no hubiera tenido bastante con regalarle un rostro desagradable y un cuerpo torpe y desmañado, también lo había maldecido con una extrema timidez. Era tímido hasta rozar la enfermedad, jamás había hablado con una chica, aparte de por su maldita timidez, seguramente, porque ninguna chica se había acercado nunca a hablar con él. No tenía amigos, porque los otros muchachos no consideraban que mereciera la pena perder su valioso tiempo, hablando con alguien que vivía siempre pegado a un libro, al que no le gustaban los videojuegos y no practicaba deportes, salvo cuando le obligaban en las, para él, terroríficas clases de gimnasia; y entonces era presa de bromas y crueles burlas por su enorme torpeza. Por lo tanto, las páginas de los libros y las historias que cobraban vida dentro de ellas eran para Manuel más reales que el mundo exterior y los maravillosos personajes surgidos de las letras, sus únicos amigos. Le gustaban sobre todo las historias de terror. Creía ciegamente que el mundo estaba lleno de monstruos que acechaban en las sombras, en la oscuridad primigenia que crecía bajo la cama o en el inescrutable interior de un armario cerrado.No era extraño que creyera en monstruos, porque sólo conocía monstruos. Su padre era alcohólico y violento. Su madre era una mujer débil que no hacía nada para evitar el maltrato del niño a manos de su progenitor, salvo desviar la mirada y echarle la culpa, a gritos, por enfadar al hombre. Cada vez que su padre regresaba a casa, borracho, Manuel se escondía en su cuarto, aferrado con manos temblorosas a las tapas de un libro que pudiera sacarle de aquel lugar cruel y tenebroso en que se convertía su hogar. Transportarle muy lejos a un refugio seguro, pero, por desgracia, muchas veces no era lo suficientemente lejos, demasiadas veces. Su cuerpo plagado de marcas y cardenales daba triste testimonio de ello, como un libro abierto a cualquiera que quisiera leerlo, pero en el pequeño pueblo nadie se metía en los asuntos de los demás, asuntos que no eran de su incumbencia. Cada uno tenía sus propios problemas, sus propios infiernos personales en los que arder.Además, para completar la triste existencia de Manuel, por desgracia, no muy diferente a la de muchos adolescentes que quizá conozcas o con los que te cruces por la calle, sus compañeros de la escuela le pegaban, insultaban, ridiculizaban y se reían de él cada día de su vida. Ir a clase para aprender cosas nuevas e interesantes, que era lo que siempre más le había gustado en el mundo, se terminó convirtiendo en una tortura a la que debía enfrentarse cada mañana. Los profesores no hacían demasiado por evitar los continuos abusos a los que era sometido, con lo que se convertían en cómplices mudos de la agresión.Por todas estas terribles cosas que rodeaban su vida, era sorprendente, que además de en monstruos, Manuel todavía creyera, con toda su alma, en héroes que derrotaban dragones, en mundos de luz donde las tinieblas perdían la eterna batalla entre el bien y el mal. Creía ciegamente en la fuerza de la amistad, aunque no la conocía, pues había leído sobre ella en sus libros y consideraba que con semejante fuerza a tu lado, no había nada en el mundo que no se pudiera superar.Por este motivo fue tan fácil que Manuel cayera en la trampa, aquella noche que le acompañaría como una oscura sombra el resto de su vida. Manuel necesitaba con toda su alma un amigo, un confidente, un aliado, un hombro en el que apoyarse para seguir caminando hacia adelante, en un mundo lleno de obstáculos que amenazaban con derrotarle y conducirle a un abismo oscuro, en el que intentaba no pensar, pero que siempre estaba ahí, esperándole, paciente, en el rincón más sombrío de su mente, como una puerta oculta que le permitiera huir de este mundo de dolor. Pero él no era un cobarde, no pensaba tomar el camino fácil, no pensaba rendirse, aunque la llamada que surgía de ese rincón oscuro cada vez era más tentadora: una promesa de paz, de ausencia de miedo, vergüenza y sufrimiento. Simplemente dejarse llevar por la oscuridad.La trampa fue muy sencilla, la broma iba a ser la mejor broma de la historia: coger al tonto del pueblo y hacerle creer que los muertos se levantaban furiosos de sus tumbas como en todas esa películas y series de moda, para verle cagarse de miedo y echar unas risas a costa de su humillación. Uno de los muchachos convenció a Manuel, con falsas palabras amables, de que si quería formar parte de su grupo de amigos debía superar una prueba: visitar el cementerio de noche.Manuel soñaba con tener un grupo de amigos, igual que aquellos sobre los que había leído en sus libros: como los tres mosqueteros, como los miembros de la compañía del anillo o los chicos de la novela IT de Stephen King. Por ese motivo, y porque, a pesar de todo, era de naturaleza confiada y buena, acudió a la cita a las doce de la noche en la puerta del cementerio.Los bromistas le obligaron a entrar en el camposanto y lo siguieron de cerca, para poder reírse de él, cuando todo sucediera, grabarlo con sus teléfonos móviles y, más tarde, colgarlo en la red para que el mundo entero se riera con su maravillosa broma.Manuel caminaba entre las tumbas, imaginando mil males, dando forma en su mente a los monstruos que pudieran acechar en aquel sombrío lugar, a esa hora de la noche en la que la frontera que separa el mundo de la luz y de las tinieblas se difumina. Su imaginación de ávido lector de novelas de terror no tenía dificultad en dar vida a multitud de situaciones terroríficas en semejante lugar, a esa hora maldita en la que las brujas danzan en la noche. Entonces, uno de los muchos pensamientos oscuros que habían surcado por su cabeza cobró forma delante de sus asustados ojos.Sucedió todo muy rápido, un ruido extraño entre las sombras, y una muchacha, excelentemente maquillada como un zombi, surgiendo de la oscuridad entre las tumbas, con movimientos lentos y espasmódicos, imitando a la perfección a una criatura babeante y putrefacta. Producía su boca un quejido tenebroso que generaba pavor. Incluso los chicos que seguían a Manuel, sintieron cierto temor ante la magnífica actuación de su amiga.Todos los bromistas, expectantes, se mantenían detrás de Manuel, atentos, para ver como el tonto gritaba como un cerdo aterrorizado y huía entre chillidos, dejando un rastro de orina en el suelo y los calzones llenos de mierda, pero no, no conocían a Manuel, no se habían molestado en conocerlo. Manuel no huía de los monstruos, estaba acostumbrado a ellos. Manuel no temía a los monstruos. Manuel, en verdad, era uno de esos héroes que se enfrentan a los monstruos en los libros, siempre había soñado con una oportunidad como aquella, que le permitiera demostrar su valía. Tomó una pala, que el enterrador había dejado abandonada sobre una tumba recién excavada, y avanzando, con fría calma, le destrozó la cabeza a la muchacha disfrazada de zombi de un certero y sangriento golpe. No se detuvo con un solo golpe. Ante los gritos horrorizados de los chicos que le seguían, seccionó la cabeza con el filo de la pala, demasiados libros y demasiadas películas de terror había visto, para cometer el error de principiante de no rematar al monstruo cuando se tiene ocasión. Con satisfacción, oteó expectante las sombras, en busca de nuevos peligros que surgieran de ellas, debía de estar preparado, haría lo que fuera necesario, para proteger la vida de sus nuevos “amigos”.