XANA
Amanece en el frondoso bosque asturiano, la noche de San Juan llega a su final, el verano comienza, los primeros rayos del sol estival despuntan brillantes entre las esponjosas nubes. En un tranquilo claro del bosque de hayas, una cascada de agua pura y cristalina desciende sobre un estanque, como una cortina de cristal vivo. En la orilla del estanque una muchacha de largos cabellos rubios se peina con un cepillo plateado, observando, complacía y vanidosa, su reflejo en la superficie de agua, mientras tararea una dulce canción de amor. Está completamente desnuda y su pálida piel brilla como nácar líquido, reflejando los rayos del sol del alba.
Oculto entre las matas un muchacho observa, maravillado, a la doncella, prendado de su belleza. Es tan hermosa como la antigua estatua de una diosa griega, tan etérea como el agua de la cascada, tan brillante como un haz de luz reflejado en un diamante, pero tan real que lo deja sin aliento. El cepillo se desliza por la melena rubia de la joven, una y otra vez. La muchacha se peina con gestos tan sensuales que encandilan al ingenuo adolescente. El muchacho desea poder enterrar sus dedos en ese sedoso cabello de oro, aspirar su olor, que imagina dulce y fragante, embriagador como una copa de buen vino. Desea con locura deslizar sus manos por la húmeda piel, bañada de gotitas de agua del estanque en el que acaba de bañarse, y acariciar sus pequeños pechos de erectos pezones sonrosados, mientras besa su cuello y desliza una mano por el liso vientre y roza su sexo, cubierto por un escaso y fino vello dorado que supone tan cálido y dulce como la miel.
Mientras el adolescente observa el cuerpo desnudo de la muchacha, imaginando lo que haría con esa mujer, si ella le ofreciera sus favores, la jovencita desnuda se gira, sin dejar de peinar sus largos cabellos, fijando su mirada en el lugar donde se encuentra el joven, como si lo viera perfectamente, incluso, a través de las matas tras las que se oculta, con sus ojos azules, de un color tan intenso como el de dos zafiros, leyendo claramente su deseos y su lujuria, y se alimentara de esas emociones.
—Ven, buen amigo. Acércate. Tengo algo que proponerte —dice la muchacha, con voz tan musical como una melodía de Mozart, haciendo un claro gesto con la mano, dirigido al adolescente, invitándole a acercarse a ella.
Pero el muchacho ya ha escuchado antes esta historia, sabe cómo termina la historia, una historia que se repite en aquellos valles a lo largo de los siglos. Todos en aquella región han escuchado la vieja leyenda, la leyenda de la encantada, el mito de la Xana que se aparece en las fuentes y en los arroyos, desnuda, peinando sus largos cabellos dorados, y ofrece conceder deseos carnales o tesoros ocultos, a jóvenes que nunca regresan a las aldeas, o si regresan con el resto de los humanos, no vuelven a ser los mismos que eran antes del encuentro con aquellos bellos e inquietantes espíritus del bosque, los arroyos y las fuentes.
El muchacho duda, por unos instantes, pensando que las historias, sólo son eso: historias, cuentos de viejas y de borrachos. Que en el siglo XXI, si alguna vez existieron las Xanas o las mouras, los trasgos y los endriagos están olvidados hace tiempo, muertos y enterrados, viejos recuerdos polvorientos, antiguas leyendas, falsas cancioncillas infantiles, nada más. Pero, a pesar de eso, duda, pues la muchacha es tan profundamente bella, que piensa que no puede pertenecer al mundo terrenal y esa duda es suficiente para que alguien se le adelante.
Otros tres jóvenes entran en el claro. El chico los conoce bien, van a un curso superior en el instituto. Chicos problemáticos, malas notas, abusos, peleas, algún turbio asunto de drogas. Nada bueno. Aún recuerda la humillación y el sabor de la sangre en su boca, cuando le dieron una paliza y le obligaron a pasear desnudo por todo el instituto, sólo por pura diversión. Por lo visto al igual que él han estado de fiesta toda la noche de San Juan y el amanecer los ha pillado despejándose en el hayedo.
La muchacha desnuda deja el peine, quieto por unos instantes, detenido entre dos cepillados, observa inquieta a los tres jóvenes, claramente borrachos o drogados, acercarse a ella, entre risas y miradas lascivas. Pero es una actriz consumada, lleva siglos hechizando jóvenes, su expresión torna, al instante, de una profunda inquietud a un gesto de agrado y sensualidad.
—Hola, buenos amigos, bienvenidos seáis a mi claro —dice con una voz hipnótica, cargada de poder.
Pero, aquellos muchachos, no son para nada buenos amigos, y sus sentidos están demasiado perjudicados por la noche de juerga, bañada de alcohol y drogas. El poder de la voz del espíritu de las fuentes se pierde, inútil, sin conseguir hacer ningún efecto en los jóvenes.
—¡Hostia! ¡La Xana! —dice, riendo a carcajadas, uno de los muchachos, que lleva la cabeza rapada, devorando con unos ojos ciegos de lujuria el cuerpo desnudo de la joven. Su mente está demasiado enturbiada para distinguir la realidad de las alucinaciones provocadas por las drogas y el alcohol.
—¡Puedo cumplir todos vuestros deseos! —exclama ella, intentando aparentar normalidad, pero en sus ojos brilla el miedo.
—Claro que puedes —afirma con voz átona el más alto de los chicos, un muchacho bastante guapo de cabellos oscuros, largos y desgreñados—. De hecho lo vas a hacer. ¡Vas a cumplir todos nuestros deseos! ¡Hasta el último!
La muchacha intenta escapar, introduciéndose en las aguas en calma del estanque, pero el chico agarra con fuerza su brazo, impidiendo que se meta en el agua.
Desde las matas, el adolescente que mira todo a escondidas, observa, confuso y aterrado la escena. No es una escena agradable. Es sucia, violenta y triste; es sangrienta y cruel. Los muchachos violan y golpean a la joven uno detrás de otro. Mientras lo hacen, los azules ojos de ella miran, una y otra vez, hacia el lugar en las matas donde él está escondido, buscando ayuda, suplicando auxilio. Por un momento está tentado de salir al claro para ayudarla, pero conoce a aquellos chicos, están locos, son carne de reformatorio, sabe lo que les pasa a aquellos que se entrometen en sus asuntos, sabe que si lo hace está muerto. Él no es ningún héroe de leyenda, sólo es un chico normal y corriente de catorce años, enclenque y debilucho, con la cara llena de granos, que suspende siempre educación física, que nunca ha besado a una chica y que está muerto de miedo, paralizado por el terror. Así que, de una manera cobarde, se acurruca entre las matas y solloza en silencio, sintiendo un enorme desprecio por sí mismo, escuchando los desgarradores gemidos de la muchacha y las odiosas risas de los chicos que la violan, sin hacer nada para evitarlo.
Cuando los agresores se van, dejando a la chica tirada en el claro como un despojo, corre en su ayuda. Está más muerta que viva, llena de cortes y golpes, los muslos ensangrentados, la mirada perdida, el brillo azul de sus ojos desaparecido.
—Buscaré ayuda —dice él, sin saber que debe hacer, la muchacha estira su mano y agarra con desesperación la temblorosa muñeca del chico, suplicante.
—No me... dejes —murmura con gran esfuerzo. Tiene los labios destrozados, goteando sangre, apenas puede tomar aire para respirar.
—Debo traer a un médico o morirás.
—Nada… de… méd… médi…cos. Nin…gún humano…, por fa…vor.
—¡Oh! ¡Mierda! Eres la Xana de verdad. ¡Joder! —exclama él, entre aterrado y maravillado.
—Lléva…me… al… a…gua —pide ella con un suspiro apagado—. Al… agua.
El muchacho obedece. Con sumo cuidado acerca el tembloroso cuerpo de la Xana hasta el agua y se introduce con ella en el estanque de aguas cristalinas, tiñéndolas con el color rojo de la sangre. Al ver el beneficioso efecto que las aguas provocan en las heridas del espíritu de los arroyos, el muchacho se coloca justo debajo de la cascada, con la Xana desnuda abrazada a él, aferrada a su cuello como si no hubiera nada más en el mundo que su cuerpo.
—¡Les hubiera concedido cualquier deseo! —exclama, sollozando como una niña pequeña, asustada y confusa—. ¿Por qué me han hecho esto?
—Porque la gente como ellos no tiene ningún deseo— responde él, intentando consolar a la joven violada—. Están muertos por dentro.
Según hablan, el agua parece restañar las heridas, los cortes y los moratones, pero no es capaz de volver a hacer brillar los ojos azules, que continúan apagados, arrasados de lágrimas.
Durante un buen rato permanecen bajo la cascada, en silencio, ella dormita con la cabeza apoyada en el enjuto pecho de él. Cuando las heridas desaparecen por completo, la Xana alza su cabeza y mira al chico, directamente a los ojos. El adolescente siente miedo de esa mirada, impregnada de un odio tan fuerte que está mucho más allá de lo que un humano podría llegar a odiar.
—Te daré todo el oro que guardo en las profundidades del estanque, si los matas y me traes sus cabezas —ofrece la Xana, su voz es tan fría y afilada como una esquirla de hielo. Es la voz del odio hecha aliento.
El muchacho observa, horrorizado, su hermoso rostro, sin dar crédito a las palabras del espíritu del agua. Ella hace un gesto con la mano, levantando el encantamiento que oculta el fondo del estanque. El agua brilla con un increíble fulgor dorado que ciega al chico.
—Hay tanto oro como para que tú y todos los descendientes que te seguirán, viváis rodeados de los más fastuosos lujos hasta el día del fin del mundo. Más oro del que puedas imaginar o soñar, y todo será tuyo a cambio de sus cabezas.
El muchacho duda, pero la visión del oro nubla su mente y su corazón.
—Lo haré —dice, las manos le tiemblan y el corazón le late desbocado como un tambor en su pecho.
—Hazlo.
El espíritu de las aguas alza la vista hacia el hayedo que rodea el estanque, escrutando el infinito, más allá de su mirada.
—Están no muy lejos de aquí, regodeándose de sus actos. Enviare una niebla suave y dulce para que los adormezca. ¡Tráeme sus cabezas! —su voz rezuma tanto veneno como los colmillos de una víbora hocicuda.
Una espada surge del agua, sostenida por una mano fantasmal. La muchacha toma el acero, con reverencia, de la mano de la dama del lago y se lo tiende al chico.
—Acepto el trato —dice él, cogiendo la afilada espada con un incontrolable temblor apoderándose de sus manos.
La niebla brota del estanque como si fuera un ser vivo y se desliza, espesa y gris, bajo las verdes hayas. El muchacho sigue el camino que marca la niebla.
No mucho después regresa, empapado en sangre de la cabeza a los pies. En cada mano sujeta una cabeza del largo y grasiento pelo y porta una tercera cabeza rapada en el hueco bajo el brazo.
La Xana asiente, mirando con desprecio las cabezas cortadas de sus agresores, y se sella el pacto. Las cabezas por el oro.
El muchacho regresará al mundo de los humanos y poseerá una fortuna inacabable, pero como ha ocurrido siempre en las historias que cuentan en esos valles, desde que el mundo es mundo, aquel que cruza sus pasos con una encantada y regresa a la tierra de los vivos nunca volverá a ser el mismo.