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ESPEJOS (REFLEJOS)

La mujer madura de piel gastada y áspera y alma cansada, se mira en el espejo. La muchacha joven de piel suave y sonrosada y espíritu alegre, le devuelve la mirada desde el reflejo.

Los ojos de la mujer madura son azules, pero no brillan sobre las ojeras plomizas que los enmarcan. Los ojos de la muchacha son añiles destellos del cielo y sus pómulos son de carne fresca y lozana.

La boca de la mujer madura es una línea gris, que ha olvidado el don de la risa. Los labios de la muchacha son una turgencia roja, que no conocen nada más que el placer de la carcajada.

El cabello de la mujer madura es escaso y sin brillo, del color de la ceniza que cubre un bosque tras ser arrasado por las llamas. El pelo de la muchacha es frondoso y brillante, de un bello tono dorado como el del trigo en la época de la cosecha.

Los senos caídos de la mujer madura son marchitas flores ajadas cuyos secos pétalos caen sin vida a la tierra, mientras que los firmes pechos de la muchacha son primaverales rosas rojas por recolectar.

La mujer madura temblorosa, pregunta:

—¿Quién eres? —La voz de la mujer es cansada y hueca.

La muchacha sorprendida, responde:

—Soy tú —. La voz de la chica es vivaz y fuerte.

La mujer madura pasa nerviosamente su lengua por la reseca boca.

La muchacha desliza sensualmente la lengua por los húmedos labios.

—Sí. Te recuerdo —dice la mujer madura, llorando.

—Claro. No puedes olvidarme —afirma la muchacha, sonriendo.

La mujer madura se lleva las arrugadas manos a la cabeza, en un gesto de desesperación.

La muchacha pasa sus esbeltos dedos por el cabello, con un ademán de coquetería.


La mirada de la muchacha atraviesa el espejo y observa a la mujer madura con una cierta pena, por la crueldad del paso del tiempo.

Los ojos de la mujer madura cruzan al otro lado del cristal y miran a la muchacha con un resquicio de envidia, por la añoranza de los tiempos pasados.

—¿Qué has hecho conmigo? —pregunta la muchacha incrédula, buscándose en la sombra que la mira desde el otro lado del espejo.

—Te perdiste hace tiempo —responde la mujer madura triste, intentando reconocerse en la luminosa imagen que refleja el cristal.

—¿Qué hiciste de mis sueños? —inquiere la niña rubia.

—Hice de ellos mis pesadillas —responde la mujer encanecida.

—¿Qué recuerdas de mis amores?

—Nada recuerdo de ningún amor.

—¿Por qué? —pregunta la muchacha. Una arruga encantadora se forma en su frente entre las cejas, dándole un aspecto triste e inocente. Es la marca de la ingenuidad.

—¡No lo sé! —contesta la mujer. Una estría desagradable surca su entrecejo, provocándole un gesto agrio y desconsolado. Es el estigma de la soledad.

—Te casaste con un hombre al que no amabas solamente por su dinero. Ahora tienes dinero, pero no tienes la vida. ¡Eres infeliz! Tu marido te ha maltratado y te ha humillado. Para él sólo eras un cuerpo bonito del que presumir ante sus amigos, pero hace años que estas ajada y marchita, rodeada de tu infelicidad. Ahora él te tiene olvidada y se acuesta con otras mujeres de piel suave, para no tener que tocar tus asperezas, ni tener que ver de cerca tus arrugas. Es en estos momentos cuando te das cuenta de lo que has hecho con tu vida. De lo equivocada que estabas. De lo mucho que te arrepientes de los pasos dados…

—¡Por favor, déjame en paz! —grita la mujer madura.

—¡Lo siento, no puedo hacerlo! —exclama la muchacha.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —pregunta la mujer. Ríos de lágrimas nacen en sus ojos y descienden por sus pálidas y arrugadas mejillas.

—Nada más te quiero a ti —responde la muchacha. Una solitaria lágrima brota de su mirada y cae por su mejilla tersa y sonrosada.

—¡No! —grita la mujer madura con desesperación.

—¡Sí! —exclama la muchacha con tristeza.

La mujer madura lanza un frasco de exquisito perfume, extremadamente caro, comprado en la mejor perfumería de París, contra el espejo; el cristal salta hecho añicos, devolviendo una terrible imagen deformada de la muchacha.

—No debiste romper el espejo. ¡Ya no podrás controlar lo que refleja!— susurra la sombra que habita al otro lado del espejo, pero la imagen reflejada entre los fragmentos de cristal, ya no es la bella y lozana imagen de la muchacha; es la imagen de un cadáver descompuesto, plagado de gusanos; un cadáver de ojos blancos y húmedos como los del pescado muerto. Es el cadáver de la mujer madura, es el cadáver de la muchacha. Un cadáver que sangra abundantemente por las muñecas rajadas.

El cadáver tiende la mano hacia el espejo. La mujer madura siente el pánico recorrer cada punto de su cuerpo desnudo. La mano descarnada atraviesa el cristal, como si se tratara de una pared de agua y se mueve, lentamente, hacia el rostro paralizado por el horror de la mujer madura.

La mujer reacciona finalmente y corre fuera del cuarto de baño, del cuarto del espejo, huyendo de su reflejo. Percibe la fría presencia salida del espejo, caminando tras ella. Perseguida por sí misma no tiene donde esconderse; no puede escapar de su propia imagen. Siente una terrible desesperación en el centro de su estómago.

Corre por el amplio pasillo de la mansión, desciende las escaleras medio de pie, medio rodando, arrastrándose. Finalmente cae en el rellano del primer piso, lastimándose las ásperas rodillas; se vuelve, nerviosa, sintiendo la muerte a su espalda, descendiendo las escaleras, pero nada hay tras ella. Sólo le parece ver una sombra difusa, aguardando en la oscuridad del piso superior.

Jadeando por los nervios y el miedo, siente su vejiga a punto de estallar. Un viento frío, antinatural, proveniente del piso de arriba recorre su cuerpo desnudo, poniéndole la carne de gallina, haciéndole tiritar. Lo que se encuentra allí arriba está quieto, observando pacientemente. Tiene todo el tiempo del mundo a su favor. Nadie puede escapar de sí mismo, de sus actos, de sus mentiras, de sus decisiones erróneas, de su pasado, de la verdad que se esconde en su corazón, de su futuro…del futuro que pudo ser y no fue. Nadie puede escapar. En ese instante, con la muerte llamando a su puerta, recuerda su vida en un segundo y ve los caminos no tomados. Ve las bifurcaciones que hubieran conducido su vida a la felicidad, pero es demasiado tarde. Tomó el camino más fácil. Un camino sin retorno que la condujo directa a la soledad, la tristeza, el vacío y la muerte…

La mujer desde el lugar donde está vigilando la escalera, echa un rápido vistazo a la puerta de la casa; la salvación está más allá del largo pasillo en el que se encuentra. Es un pasillo de suelo de mármol gris; largo y estrecho. Tan largo que parece interminable, tan interminable que quizá no tenga fin.

Un último vistazo a la escalera y se lanza a la carrera, atravesando el oscuro y estrecho pasillo. Por un momento le parece que el corredor se alarga indefinidamente, según va corriendo, dando veracidad a los desvaríos provocados por el terror, que le hacen pensar que el pasillo es infinito. Pero finalmente llega hasta la puerta y comienza a descorrer los cerrojos dorados, que le separan de la calle, de la salvación. Unos cerrojos bañados en oro, cuyo fin es proteger el interior del exterior; ahora su función es la contraria.

Percibe un movimiento a un paso de ella, a su derecha; sus asustados ojos vagan hacia allí. Su imagen mira desde el pequeño espejo del recibidor. Un reflejo. Ella misma ha sido la causante del movimiento, que le ha asustado. Descorre el último cerrojo con dedos temblorosos. Una mano pálida y fría surge del espejo del recibidor y agarra con sus helados dedos el brazo de la mujer madura. La mujer grita, sintiendo la quemazón helada en su muñeca. Una fuerza irresistible atrae su cuerpo hacia el espejo, ignorando sus gritos y llantos de desesperación y terror. Ve su cadáver en el espejo, tirando de ella, siente el agudo dolor que le produce el corte del cristal en la carne al romperse el espejo, y luego todo es oscuridad. Oscuridad y paz. La paz de un ajuste de cuentas consigo misma. Siente el hormigueo en las muñecas y el ruido del goteo constante repiqueteando en el suelo.

Finalmente la mujer madura muere y una pequeña sonrisa de triunfo surge en su rostro, como una luz que iluminara una habitación oscura al apartar una pesada cortina. Una sonrisa que recuerda débilmente a aquella muchacha alegre llena de maravillosos sueños, la muchacha que ella fue hacía tanto tiempo.


El esposo, un hombre maduro de cabello plateado y gesto severo, regresa a casa. No puede decir que regrese a un dulce hogar, pues el amor y la felicidad desaparecieron, hace tiempo, de esa mansión, si es que alguna vez estuvieron presentes allí, y se da cuenta de que cada vez hay más vacío y más espacio hueco dentro de la casa, por mucho que lo llene de cosas pagadas con una tarjeta de plástico de color dorado.

Tras abrir la puerta se encuentra todos los espejos de la mansión rotos. En el baño del piso superior su esposa se ha cortado las venas frente al espejo y yace muerta y fría, desnuda e indefensa. La sangre que brota de los finos cortes que hay en las muñecas de la mujer baña el suelo, mojando los fragmentos del espejo roto, tiñéndolos de rojo. El hombre maduro ve su reflejo en un trozo de espejo fragmentado, mancillado por la sangre de su mujer, que devuelve al hombre la imagen carmesí de su rostro desfigurado y ese rostro produce en el hombre un profundo terror en su interior…


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