EL HAMBRE ETERNA
EL HAMBRE ETERNA
El ambiente en la vieja mansión abandonada era opresivo. La suciedad se acumulaba en sus amplias y vacías habitaciones como una capa de moho sobre una fruta olvidada en el fondo de la despensa durante meses. Aquellas salas que antaño debían haber sido fastuosas, cubiertas de lujo y belleza; ahora se encontraban inundadas de polvo, excrementos de rata, cristales rotos por doquier, muebles quebrados y ropas viejas hechas jirones, tiradas por todas partes, como si un niño travieso se hubiera encargado de revolver el lugar a su antojo, hasta no dejar nada en su sitio.
Aquel lugar, como cualquier casa abandonada, apestaba a la típica podredumbre provocada por la rancia humedad, pero bajo ese olor que inundaba la nariz nada más entrar, había otro olor diferente y profundo, que uno no percibía hasta que llevaba un tiempo en la casa y su olfato se acostumbraba. Hedía a viejo, como el aire viciado de una tumba cerrada desde la antigüedad, tras eras del tiempo sin recibir aire fresco. Y dentro de esa tumba olía a carne, a carne fresca y a sangre roja como el aliento de un depredador, como un matadero.
Las telarañas vislumbradas al tenue rayo de la vela que la muchacha portaba en un destartalado candelabro, se enganchaban a su pelo, negro y rizado, mientras atravesaba una puerta abierta, cubierta como una cortina de seda, por los pegajosos hilos de las hacendosas arañas, que con el tiempo habían conquistado la vieja mansión y habían creído hacerla suya por completo. Pequeñas reinas, ignorantes del verdadero rey de la casa, del habitante oculto que aguardaba en la oscuridad, presas más grandes que los arácnidos y las ratas.
Un profundo silencio habitaba en la casa vacía, solamente rota la intensa quietud por los ruidos producidos por los roedores sobre el suelo cubierto de cascotes y dentro de las huecas paredes, y el crujir de la madera vieja, devorada por el hambre de las termitas, cercana a convertirse en polvo con el discurrir del tiempo. Esos pequeños ruidos que quebraban la absoluta calma que inundaba la casa, eran apagados por el ensordecedor rugido de la tormenta que cubría el exterior con su manto de agua y nubes oscuras que parecían anunciar el final de los mundos. Las ventanas de cristales quebrados se batían locas, agitadas por el viento huracanado de la tormenta. Una cortina rasgada, que en otra época podría haber sido de un blanco resplandeciente, y ahora lucía tan gris como la ceniza, bailaba sensual al ritmo del vendaval, una música que nadie podía escuchar.
El cielo oscuro estallaba en luces brillantes cada pocos segundos, luces acompañadas del retumbar de los truenos que parecían quebrar el cielo en mil pedazos. El agua caía a plomo por los agujeros del techo, inundando la casa casi por completo.
A la muchacha no le había quedado más remedio que entrar en semejante lugar oscuro para resguardarse de la tormenta, con el pelo chorreando y las ropas completamente empapadas, pues necesitaba un techo sobre su cabeza. Y aunque había encontrado un refugio en aquellas viejas ruinas, el techo no era todo lo consistente que a ella le hubiera gustado. No lo era para detener el agua de la tormenta, pero tampoco parecía muy seguro. Tenía toda la pinta de poder desmoronarse en cualquier momento sobre su cabeza.
La tormenta había encontrado a la muchacha perdida en aquella carretera olvidada de la mano de Dios, provocando con su furia, que el coche que conducía acabara volcado fuera de la carretera.
Al salir del vehículo, asustada y confusa por el accidente, la lluvia había caído sobre ella con toda su fuerza. No le había quedado más remedio que buscar un lugar donde guarecerse y encontrar ayuda.
Fuera del coche, tras echar una primera ojeada a su alrededor, impresionada por la voraz fuerza de la tormenta que arrasaba el bosque en torno a ella, dándole un aspecto feroz y demasiado vivo, como si estuviera furioso y deseando hacerla daño, como si quisiera vengar en su persona, todas las afrentas que los humanos han causado a lo largo de los siglos, a todos los bosques del planeta. Había sentido un escalofrío y el miedo la había embargado, miedo del bosque, de la tormenta y de la falsa noche, pero de repente, para su alivio, como surgida de la oscuridad sólo para ella y por ella, pues juraría que no había estado ahí un segundo antes, la vieja casona había aparecido de la nada, iluminada por el cegador destello de un claro relámpago. El retumbar del trueno que había acompañado al portento luminoso, había hecho que la joven todavía confusa y mareada tuviera que doblarse de terror y taparse los oídos, temiendo que el cielo fuera a resquebrajarse sobre su cabeza. Había corrido tambaleante hacia la puerta de la casa, mientras las pesadas y frías gotas la golpeaban sin piedad. Un nuevo relámpago había iluminado la vieja casona cuando ella se encontraba casi a sus puertas y debido a su brillante destello había podido percibir el estado ruinoso de la mansión. Nadie podía vivir allí. Ninguna ayuda iba a encontrar en aquella casa, pero por lo menos podría guarecerse a salvo de la tormenta.
Tras traspasar la pesada puerta se encontró rodeada de la más absoluta oscuridad por unos instantes, pero de nuevo un revelador relámpago quebró las sombras y por suerte vio un candelabro con una vela en condiciones de ser encendida, que se encontraba sobre la repisa de una vieja chimenea de mármol. Con la temblorosa luz de la vela, las sombras que habitaban aquel lugar retrocedieron, amedrentadas, hacia los polvorientos rincones. Pero la titilante luz de la vela no era rival para las sombras que parecían moverse a su alrededor, esperando pacientemente el momento en que una corriente de aire extinguiera la débil vida de su enemiga, la luz, para atrapar a la muchacha con manos de largos dedos formados de oscuridad y frío.
Buscó un sitió lo más seco posible, donde el techo sobre su cabeza parecía lo suficientemente sólido, para aguantar por lo menos un día más y se dispuso a esperar a que la tormenta cediera y el sol regresara al firmamento.
Para su desgracia la casa no se encontraba vacía, algo había estado alimentándose allí desde que el mundo es mundo. Algo para lo que los seres humanos no conocían palabras con las que poder nombrarlo. Algo que provenía del abismo y del vacío. Algo que se alimentaba e hibernaba durante años. Algo que estaba hermanado con la misma esencia de la oscuridad. Un depredador perfecto. Un Dios venerado por bárbaras tribus en épocas pretéritas. Tribus que realizaban sangrientos sacrificios para tener a su deidad apaciguada. Pero los años pasaron y el mundo giró sin descanso hacia el progreso, progreso que acabó con las supersticiones y los mitos. Las tribus habían sido masacradas, extintas, y el ser había tenido que alimentarse sólo por sus propios medios y permanecer oculto entre las sombras. Apartado de la conciencia humana. Pero el hambre cada vez era mayor, pues las victimas cada vez eran más escasas.
Un siglo atrás, tras una de sus largas hibernaciones, al despertar se encontró la mansión construida sobre su guarida. Completamente habitada por una rica familia y sus criados. Se dio un gran festín. Convirtió aquel lugar en una casa maldita de la que las abuelas contaron cuentos de terror a los asustados niños durante los cien años siguientes. Ya nadie de la zona se acercaba jamás por aquellos lugares, la comida volvió a escasear tras el suculento festín. La casa nunca más fue habitada y empezó a derrumbarse, poco a poco, hasta no quedar más que las oscuras ruinas.
Más tarde construyeron la pequeña carretera que llevaba a una mina de cobre, pero cuando la mina cerró, casi cincuenta años atrás la carretera quedó en desuso, y ninguna presa se acercó durante mucho tiempo a su guarida. Llevaba muchos años despierto, sin poder hibernar para recuperarse, estaba muy débil, muy enfermo y extremadamente cansado, famélico. Hacía mucho tiempo que no se alimentaba en condiciones y el hambre era tan atroz que dolía como un agujero en su misma existencia. La muerte se acercaba a pasos veloces hacia aquella criatura que se había creído inmortal. No podía abandonar aquel lugar para buscar alimento, porque estaba atado allí, ya que él mismo era aquel lugar. Un agujero en el tejido del mundo. Un agujero al caos y al vacío que hay más allá.
Cuando la muchacha llegó, la criatura despertó, hambrienta, sintiendo como una punzada en sus entrañas el dulce olor de la joven y el jugoso latir de su corazón. Aquella entidad se estaba muriendo de hambre. Un ser tan antiguo como el mundo estaba a punto de perecer. El hambre lo martirizaba y lo debilitaba. Surgió de las profundidades y se dispuso a alimentarse con sus últimas fuerzas.
La vela del candelabro que portaba la asustada muchacha se apagó, de pronto, como si la misma casa hubiera soplado para extinguirla con su fétido liento. Algo venía a su encuentro. La joven lo supo al instante y quedó paralizada por el terror absoluto de la poderosa presencia que invadía el lugar. Algo salía del sótano, de más allá de las oscuras profundidades de la tierra. Algo inconcebible. Algo tremendamente poderoso, pero incluso los monstruos inconcebibles tan viejos como el tiempo, mueren de hambre y de dolor. Era demasiado tarde para aquel ser. Gastó sus últimas fuerzas en intentar dar alcance a su presa. Sus escasas energías no fueron suficientes para llegar a absorber la esencia vital de la muchacha, de todas maneras, aunque lo hubiera hecho, aunque hubiera conseguido alimentarse de la joven, solo hubiera logrado postergar lo inevitable. Estaba condenado. Aquel ser antaño poderoso, venerado y temido, murió a los pies de la muchacha, disolviéndose en las sombras, a escasos centímetros del sustento que le hubiera permitido vivir un poco más.
Por suerte para aquella muchacha extraviada, este mundo ya no tiene lugar para seres más antiguos que el tiempo. No hay sitio en él para viejos dioses sin creyentes que los sustenten con su fe y los alimenten con su amor, devoción y sacrificio.