LA OSCURA REALIDAD
El camino es oscuro, pues las rotas y tristes farolas despiden una tenue sombra de luz, dando al callejón un aspecto siniestro, semejante a las fauces de un enorme monstruo, dispuesto a devorar a una incauta y despreocupada presa que se adentre, sin saberlo, en su territorio de caza.
El frío viento que agita, ferozmente, las ramas de los árboles, como si tuvieran vida propia, parece susurrar malas palabras en los asustados oídos de la niña. La pequeña regresa a casa desde la biblioteca, donde ha pasado toda la tarde leyendo cuentos de hadas. Fascinada por lo que han leído sus ojos, se le ha escapado el tiempo, volando, como sólo puede evaporarse el tiempo, atrapada la vista en las páginas de un buen libro. La temprana noche de invierno ha caído sobre ella, nada más abandonar la biblioteca, cubriéndola con su manto de sombras.
Ignorando el miedo que quiere escarbar en su pecho, para estrujar su inocente corazón y después correr sin dique por su piel, dando paso al pánico, la niña toma aliento, hace acopio de todo su valor, y atraviesa la oscuridad como una pequeña heroína, sin mirar atrás, pues, si mira atrás, estará perdida. Sabe, con absoluta certeza, que la oscuridad y lo que aguarda oculto en sus sombras, no perdonan a los que vuelven la mirada hacia su espalda.
Con un último esfuerzo, sintiendo los tenebrosos dedos del miedo acariciando su nuca, abre la puerta de casa y suspirando de alivio, deja tras ella al monstruo de sus fantasías, para encontrarse de frente con el monstruo de la realidad: su padrastro apestando a sudor rancio, odio, ira y alcohol barato, golpea a su madre, sin piedad, con un cinto de cuero negro. La niña, con un estremecimiento de horror, ve la pesada hebilla de hierro del cinturón manchada con la sangre de su madre. Escucha el sordo lamento de la mujer, que se mantiene encogida, acurrucada e indefensa, mientras implora piedad, sollozando a los pies de su maltratador, aferrada impotente a las piernas de su pareja, intentando, desesperadamente, detener los golpes que llueven sobre ella, con los brazos desnudos llenos de marcas sanguinolentas, pero es inútil, el cinto restalla, una y otra vez, contra su cuerpo con desgarradores chasquidos. La niña grita con rabia, ira y horror. El hombre alza la vista para mirar fijamente a la pequeña; en sus ojos la oscuridad lo cubre todo.